La convivencia pacífica de los pueblos es siempre una preocupación para los estudiosos de los fenómenos sociales y para cualquier otro académico que busque tener condiciones contextuales controladas para el análisis de fondo de la realidad. Sin duda, un hecho que altera cualquier forma de tranquilidad social es la inclusión de una o varias poblaciones al interior de otro grupo humano, preexistente y que es dueño de la tierra, las costumbres y la forma de vida conocida, de ahí que sea tan relevante el estudio de los casos de migraciones humanas o de colonizaciones pasivas en el devenir de la historia, por cualquiera sea la causa que las provoque. Resulta cierto que, independientemente de la situación concreta histórica, siempre será adverso para el que llega adaptarse y formar parte del grupo al que pretende pertenecer.
Normalmente, van asociadas a los fenómenos migratorios causas como el desplazamiento por causa de violencia, por cuestiones religiosas o por la simple y humana búsqueda de mejoras en la calidad de vida. De estas tres que empíricamente esbozamos como las de mayor recurrencia, resulta que las dos primeras suelen ser muy conflictivas pero comprendidas y apoyadas, aun cuando siempre existirán facciones de fuerte resistencia al interior del grupo llamado receptor, pero la última, por no provenir de una fuerza irresistible sino de una cualificación de aquello que se entiende como mejor o peor, es la menos aceptada y la que toma más tiempo en completarse, adaptarse y amalgamarse. Si a eso le sumamos factores de complejidad políticos, el resultado de la ecuación es altamente inflamable y termina por sentenciar a los grupos migrantes a un ostracismo vivo, irregular, atípico, que los lacera como seres humanos, los discrimina y los excluye aun cuando se conviva con ellos. Se forman lo que se conoce como ghettos.
Así tenido el contexto, fijémonos en la población latina que empezó a migrar hacia los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo pasado, proveniente básicamente de Cuba y Puerto Rico, con la simple consigna de conseguir mejoras en la calidad de vida, algo que el resto de países del continente comenzó a multiplicar conforme fueron transcurriendo los años, al punto tal de que no hace mucho se ha discutido leyes que remarcan la condición de extranjeros y de perjudiciales a aquellos que cruzan las fronteras de la normalidad poblacional. Eso no es nuevo, como ya sabemos, ni verá prontas soluciones. Pero mal que bien, los latinos que ya tienen ganado para sí un lugar en el conglomerado humano americano, con el destino manifiesto del pueblo estadounidense como máxima de vida hecha propia, que se han amalgamado casi perfectamente con los nativos y ocupan hasta cargos públicos en esa sociedad, se dan el lujo de exhibir hoy una cultura y hasta una forma de vida propias que no son ni las originales ni las aprendidas sino un tercer producto que es más bien el resultado del sincretismo social, con elementos propios y que les ha costado su propia permanencia y pertenencia, y a la que no están dispuestos a renunciar.
Precisamente, de esa cultura nueva, que muchos conocen como la “cultura del spanglish” y que nosotros llamaremos NEOLATINIDAD –si se nos permite acuñar el término-, es de la que nos sentimos orgullosos, incluso quienes desde nuestras latinidades originarias vemos desde cierta distancia el fenómeno, porque nos parece una sana conquista histórica, ganada con años de presencia y con buen gusto, con respeto y con trabajo. Y finalmente, porque vemos reflejado de alguna manera ese elemento latino propio que es componente, y aunque no único, sí de profundas raíces, lo que representa un triunfo de la convivencia pacífica y de la superioridad del género humano.
Entonces, la música en New York era privilegio de los blancos, de ahí que el jazz con la presencia de los negros estuviera relegado a sectores marginales urbanos, simbología de la segregación social que significaba el género en su totalidad. De suyo, el fenómeno de fusión de razas al interior del jazz es todo un tema a tratar, pero nos centraremos en que es a partir de esas vinculaciones de los músicos de jazz y su interés por los aportes latinos que los más inquietos músicos cubanos o puertorriqueños lograron su ingreso a escenarios norteamericanos. La historia señala que en los años cuarenta se produce una importante contribución hacia la música popular en los Estados Unidos, producto de lo cual se empezó a configurar esta nueva cultura que se abría paso en medio de las hostilidades propias de los barrios marginales a que eran confinados los recién llegados y a las agresividades laborales que existían en esos primeros momentos de competitividad con los nativos.
En concreto, luego de la Segunda Guerra, las comunidades latinas y su arte expresado a través de sus experiencias como nuevos ciudadanos estadounidenses empezaban ya a calar en la cultura oficial del pueblo norteamericano. En ese momento, los intérpretes y músicos latinos son vistos como divulgadores oficiales de los géneros latinoamericanos, pero más todavía, como innovadores de diversos géneros tradicionales del país. En ese contexto, el escenario musical se abría como un abanico variado que iba desde los aportes rítmicos al interior del jazz por músicos que se abrían paso como nuevos bandleaders hasta talentosos jóvenes que buscaban ese sonido nuevo que comprendiera sus raíces y los acercara al calor familiar de sus antecesores en una selva de cemento agreste y difícil de encarar.
En ese derrotero, genialidades como la de Ray Barretto o Johnny Pacheco se abrían paso con una fórmula bastante clara, desarrollar un sonido nuevo, latino, que recreara el ambiente natural para gente posicionada en una tierra extraña, pero que captara la atención de propios y extraños. El primero de ellos, con su orquesta tradicional, se dedicó a explorar muy bien los ritmos latinos y las fusiones con el rock para tratar de escrudiñar en su intimidad aquello que se buscaba deconstruir para arribar a una nueva propuesta. De hecho, Barretto tuvo también mucha cercanía con el jazz hasta el punto culminante de sus años posteriores en que identificó una forma de hacer una música propia, que él mismo nunca catalogó de latin jazz.
Por su parte, Pacheco, más dedicado a conseguir renovar los ritmos tradicionales para encontrarse a sí mismo y en ello recrear espacios más cálidos para los latinos asentados en New York, se inclinó más hacia la idea de dar el salto y poder concretar proyectos más reales, más empresariales y más ligados al quehacer musical. Así fue que surgió el prurito de dar el paso decisivo, concretando actividades de naturaleza distinta a las solamente musicales, todo lo cual fue posible en la medida en que su alianza con Jerry Masucci, un joven y talentoso business man, con ambiciones de lograr un conglomerado musical que impusiera la pauta en el complejo negocio de la música. Y así, uniéndose dos visiones complementarias, logró salir adelante el pequeño sello que formaron. Más adelante, la genialidad de juntar en un escenario a los principales artistas del catálogo dio unos resultados inimaginados pero que bien capitalizados rindieron los frutos que hoy nos llama a reflexión.
Desde el entendimiento del público receptor, tener a jóvenes músicos y cantantes que convirtieran esas raíces que corrían en riesgo de perderse bajo la sombra de la inercia y el tiempo, era mágico revivir y reencontrarse con las tradiciones. Para la masa de latinos en esa ciudad extraña, no eran importantes los contagios y aportes de lo latino dentro del jazz o las fusiones con el rock que estaban en plena vigencia, era más importante escuchar esos viejos boleros sonar otra vez y mover el cuerpo a ritmo de un buen son o una nostálgica plena, tal y como sus padres les habían hecho escuchar en la infancia. De lo que no eran conscientes era de que estaban siendo protagonistas de algo nuevo, un sonido nuevo, que no era exactamente lo tradicional, aunque sonara parecido, esto era más joven, era contagiante, era electrizante, erótico, exteriorizador de las emociones, trasgresor de las formas, vigorizante y extremo.
Por ello entendemos importante al fenómeno de la salsa como uno de los productos de esa NEOLATINIDAD y de la FANIA ALL STARS como su mejor exponente, y creímos necesario evitar la fácil tentación de volver sobre lo común, relatando los hechos a manera de crónica manoseada de los entretelones de los conciertos. Sobre eso ya se ha dicho mucho y sin aportar nada o darle algún valor agregado al tema.
Por ello, es tan importante para muchos de nosotros el concierto en Lima, independientemente del desgaste humano que causa la vejez en las personas y que ha hecho estragos en los artistas que históricamente la conformaron. No es ningún secreto ni constituye un sacrilegio mencionar algo que es obvio y objetivamente comprobable: como producto, la FAS, llega demasiado tarde a un escenario peruano, sus estrellas ya están apagándose en el firmamento de la salsa, y en nada contribuirá a afianzar la presencia de la salsa ante la masa latina peruana, que es más bien una masa de modas antes que de apegos, al contrario, aportará antes bien a la conclusión de que incluso la salsa, género relativamente cercano, es también una “música de viejos”.
Pero no nos importa, los que entendemos qué hay detrás de ese grupo de ancianos venerables estamos contentos de que vengan y constituye un anhelo realizado el poder verlos en el escenario, “vivitos y coleando”, sensación que también provocó Compay Segundo, Ibrahim Ferrer u Omara Portuondo a su paso por Lima, o cuando emocionadamente se contempla en video algunas presentaciones de Beny Moré o Tito Rodríguez. Para los que seguimos estos géneros y los sentimos en la piel y en el alma es más que un regalo. Y es un regalo que definitivamente nos merecemos.
¡Nos vemos en el concierto!
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