Sigifredo Morro Cruz
Cuando Iván era niño, su padre lo llevaba con él a la procesión. Esas tardes, aparte de ser inacabables, irrepetibles, eran deliciosas para el pequeño, no sólo por la emoción de estar al lado de su viejo, el gran “Misturero”, el viejo tótem, la imagen eterna de rectitud y de entereza, sino porque además le inculcaban la temprana pretensión de seguir ese derrotero sencillo y silencioso, pero de mucha delicadeza, aquella que solo los hombres duros podían darse el lujo de mostrar. Y su padre era así, de una dulce entereza, de una amarga dulzura, como las caricias de un viejo león que toscamente le da los primeros empujones al cachorro para que se lance por la primera presa, aun sabiendo que lo lastima en el intento.
Sabes hijo, la vida es como una playa, una larga y vacía playa, silenciosa, oscura, que se va atravesando de a pocos y en el intento debe espantarse las gaviotas de la orilla. Las gaviotas son los días que uno tras otro debe irse sacando de la vida, deben quedarse atrás para poder seguir adelante. Hay que ser valiente para saber espantarlas, hay que ser muy valiente para atravesar la playa, de orilla a orilla, y saber cuándo llegas al final y dejarte llevar, dejando atrás todas las gaviotas.
Mientras Iván me contaba esto, la noche empezaba a rasgarse, medio negra, medio húmeda. Empezaba octubre. El espíritu de octubre estaba en el aire, por entre las ráfagas de aire que tenuemente desembocaban de Larco, esas que acompañan a los peregrinos del asfalto, personas distraídas que deambulan por la vida, almas perdidas que desdibujan sus rostros entre escritorios de acrílico y compras sin necesidad. Miraflores está poblada de ellas. El resto de Lima se prepara para retomar sus tradiciones afroperuanas más profundas, entre el inga y el mandinga, entre cordones blancos y detentes desempolvados, entre turrones y sahumerio, entre altos cánticos y quedos rezos.
Estábamos sentados en el café de costumbre, donde solíamos confesarnos atrevidas aventuras y disparates de todo calibre. Entre la música de mi predilección y sus peñas de padreyseñor. Esa tarde, en particular, prometí contarle lo que había estado estudiando sobre el origen muy negro y poco católico del fervoroso clímax que significa la celebración del Señor de los Milagros.
Preferí ir despacio, ya que sabía que él era una de esas personas que guardan un profundo respeto por la divinidad, un poco propio, un poco heredado. Y como en todas las tradiciones y costumbres folclóricas o estampas, esta del Señor de los Milagros nuestro, tan peruano, tan criollo, también se basa en lo que los padres le pasan a los hijos por virtud de la oralidad y de las vivencias, pétreos recuerdos anegados de ternura, guardados en el cajón donde Pedro Espinel guardaba sus fotografías y sus remembranzas.
En fin, como el viento de Miraflores, tan agresivo como su gente, nos hacía pensar en la posibilidad de partir, no demoré mis avances académicos. Confieso que existe en mí un prurito por la investigación minuciosa de los temas sórdidos que molestan a la gente. Y fue hacia el segundo espresso que me pedí que terminé mi preámbulo necesario, aquél con el que pretendía dejar en claro que lo mío era puramente académico, que no había ánimos iconoclastas en mis primeras conclusiones.
Resulta que, para resumir un poco el asunto del Señor de los Milagros, el fervor de la festividad guarda una estrecha vinculación con la religiosidad de los negros que poblaban las haciendas de la costa peruana, provenientes de Angola y Nigeria, región del África de donde se extrajeron las primeras camadas de esclavos y que arribaron en dolorosas galeras a las costas de Panamá. Esos negros solamente llegaron a Centroamérica y al Perú, ya que eran demasiado revoltosos, astutos y capaces de comunicarse por el lenguaje ancestral de los tambores, incluso a grandes distancias, gracias a la claridad de la noche limeña de comienzos del siglo XVII. Esta conexión no es gratuita, por el contrario, ayuda a explicar y a entender cómo es posible que existan dos celebraciones tan similares en Panamá y en Lima, por ejemplo, que revelan un gran fervor religioso, que tiene al color morado por símbolo, que se sustenta en historias de esclavos artistas, que se celebra en octubre y que es tan multitudinaria. En Panamá se celebra al Cristo Negro de Portobelo y en Lima al Señor de los Milagros, y al parecer no es coincidencia.
Cerrando mi comentario, apunté el nombre de José Álvarez, estudioso de las tradiciones peruanas basadas en la cultura negra, quien ha concluido que las semejanzas provienen de hechos comprobables y muy simples. El morado, para empezar, es el sacro color correspondiente a OBA MORÓ, decimoséptimo hijo de OCHA, la máxima divinidad del Panteón Yoruba, religión de los angolas más antiguos y que en la actualidad se sigue practicando en algunas regiones del África más auténtica. Los tambores, las pinturas de Cristo, el ritual de cantos guturales y demás, qué duda cabe, sería un rosario de signos de la extirpación de idolatrías impuesta por el santo Oficio en nuestro Virreinato por esos años, tal como ocurrió con las diferentes culturas nativas de América.
Muy lejos de Angola y de las conclusiones antojadizas elaboradas por los habituales concurrentes al Queirolo del centro, entre cervezas y poemas, entre cajetillas de Lucky y un escabeche de pescado, tan soberano como el que más, estaba Iván, con su padre, delante de la efigie del Cristo Morado. El recuerdo está limpio, fresco, lágrimas asoman por entre el orillo de los ojos, ahora tiene casi trece años y ya le proponen que haga las veces de Misturero, pero el viejo Morro se niega, cuando él ingrese a la Hermandad ya podrá, no antes. Me cuenta, con la complicidad de un sorbo de espresso y una sonrisa traviesa, que a pesar de la negativa de su padre, gracias a la terquedad del padre de los Soto y la suya propia, ese año fungió de tal, orgulloso, práctico, atrevido, contento. Y el viejo feliz, qué más se puede decir, acaso no es emoción lo que produce ver que el hijo sigue las huellas enderezadas del padre, entre tropiezos y desatinos, entre verdades y desengaños.
Cuando llegó el mozo con los sánguches, el Luiggi’s mostraba su mejor rostro, las viejas señoras redondeadas en el maquillaje y aireadas en aromas exquisitos apostadas para el lonche de la tarde, muy británicas ellas, y los jóvenes amantes, mezclados los sexos, apareciendo detrás del temor, por entre la vergüenza, todos muy confiados en la placidez del refugio escogido cuando las luces amarillas y la suciedad miraflorina emergen de inframuros. La bandeja lucía espléndida: croissant de pollo y mixto; por fin daríamos contenido a los eternos cafés.
Para cuando terminaba mi sándwich mixto, terminaba también mi historia y el entusiasmo por las revelaciones hechas, provocativas, insinuantes, heterodoxas, ya se disipaba mezclado con el humo del enésimo espresso. La mirada de Iván estaba fija, entre la preocupación de saber cómo estaría su padre al final de ese día y mantener de cierta manera fijo el recuerdo de las primeras instantáneas mentales que conservaba de sus primeras incursiones como Misturero, al lado de su viejo, claro.
(...)
1 comentario:
Chugoku Shimbum!! Felicitaciones mi querido Fernando, suerte y te deseo lo mejor ....Cuidate, un abrazo.....
Raffo
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