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lunes, 1 de septiembre de 2008

Quien fuera (última entrega)

Por: Javier Perea

Fueron tantas las noches en que él cantó, que ella se creyó la canción o tal vez creyó que un muchacho de 19, podría desearla y amarla como hace tiempo nadie lo hacía. O tan solo fueron sus crepusculares ansias de amar.


O tal vez fue la sensación de sentir en su corazón, las mismas electricidades y la misma certeza que sintió cuando su padre le presentó al que sería su esposo, sin que ella supiera que todo estaba arreglado entre las familias. Tal vez fueron esas electricidades o esa certeza las que le hicieron decir: - Te amo.

Bastaron estas dos palabras, para que las imágenes de ella, vejándose a si misma para satisfacerlo, sonriendo cariñosamente mientras él la miraba lascivamente, aparecieran en su mente como un flash back. ¿Hasta donde podría llevar este juego?. ¿Hasta dónde podría degradarla?. ¿Hasta dónde podría ella aferrarse a él… como a una tabla de salvación?.

Una noche antes del viaje, Rosario le había confesado que su madre no vivía en un hospedaje para ancianos, sino en una casa de rehabilitación. Había intentado suicidarse tantas veces y de tan distintas formas, que ya había perdido la cuenta.

Él se aterró… su espíritu de aventurero y de trovador, no podían ser más fuertes al extremo de destruir más la vida de una mujer que ya tenía la vida destruida.
Entonces, decidió postergar el viaje, hasta que Carmen entendiera que solo era un juego, que la quería mucho, que no quería hacerle daño y que iría cuando esté seguro que solo se verían como amigos.

Buscó las palabras menos hirientes que jamás haya pronunciado y buscó el momento preciso para decirle que el viaje a Punta del Este se postergaba.

Como respuesta, Carmen solo cerró su ventana en el messenger y nunca más volvió a conectarse.

Por más que lo intentó, no pudo dejar de pensar en cuál sería el rostro de Carmen al recibir la noticia. Imaginó cómo sus profundos ojos se cerraron luego de cerrar la ventana del Messenger e imaginó como una gruesa y larga lágrima recorrería una de sus mejillas hasta llegar al cuello por el cual él moría.

Y mientras más imaginaba y más pensaba, su ausencia, hacía que Carmen estuviera más presente en su vida que durante todos los días en que la contempló por video cam. El sentimiento de culpa era tan grande que las noches de insomnio se sucedían una a otra, ya no por las clases, que de hecho ya habían comenzado, sino porque simplemente no sabía qué sucedió con su otoñal amante.

Fue la culpa más que su espíritu aventurero, la que lo obligó a faltar a clases, dejar la universidad para viajar a Punta del Este. Se puso el jean que dejaba entrever sus delgadas piernas huesudas, cogió unos cuantos pesos del escritorio de su padre y tomó el primer autobús que encontró. Como único equipaje llevó la guitarra que lo acompañó durante tantas noches. Ni el calor, ni el infinito mar azul que se acompañaba su trayecto, permitieron que por siquiera un momento, dejara de lado el pensamiento fijo en Carmen y la sensación de saber que más que un viaje, estaba emprendiendo una carrera contra el tiempo.

A su llegada, contempló cómo algunas parejas se reunían y cómo otras, agitando pañuelos, se despedían con más tristeza que resignación. El Terminal no le era del todo ajeno, ya había estado ahí antes. No vio una sonrisa amable, ni hubo felaciones, ni sexo en el auto, tan solo el sonido de su corazón palpitando y el sudor frío en la frente. Ojalá llegue a tiempo, pensó.

La casa de Carmen era como la imaginó, no podía sino, ser esa. Su altísimo techo de dos aguas que le daba apariencia de iglesia, el largo camino florido que recibía al forastero con colorida y perfumada amabilidad. Subió los dos peldaños de la pequeña escalera, respiró profundamente y abrió la puerta. Tan solo entró y caminó de frente, sin mirar a nadie, como si supiera a dónde ir. En medio de la sala, estaba Rosario, sola, con lágrimas de resignación y una mirada de desprecio. Sabía quién era él.



Un delgado charco de agua lo condujo hacia la bañera vacía, sobre la cual se leía con letras en rojo sangre y carmín: “Daniel, tú eres mi trovador…”



De pronto, unos dedos largos y delgados, extrañamente familiares, lo sacaron del pequeño trance en que se encontraba, y una voz juvenil, pero áspera le pidió que se marchara.

Ese sería, para siempre, el último recuerdo de Punta del Este.

De vuelta a Buenos Aires, los días de calor y soda, iban cediendo paso a las largas tardes de frío y mate caliente y noches de interminables tertulias.

Hasta que un día, mientras intentaba pegar una pancarta llamando a la movilización de los estudiantes, un compañero pone un cd de Silvio y súbitamente, siente un espasmo en el pecho… y llora...

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