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martes, 14 de octubre de 2008

Gaviotas lejanas (ùltima entrega)


Meses atrás, Iván me había contado que su papá, otrora entero, soberbio y seguro de sus pasos, estaba cediendo ante las molestias que su dolencia le causaba. No pocos saben que la diabetes trae consigo, como cualquier otra enfermedad, cuadros depresivos y visiones desesperanzadoras de quien la padece, como para no salir fácilmente del hoyo. El viejo Morro estaba triste y el que más reflejaba su mímesis era Iván, sin lugar a dudas. Entre las amanecidas de rigor al comienzo del mes morado y las trasnochadas al lado de su padre, Iván veía cómo se apagaba la encendida luz de esa casa.


Terminamos tranquilos nuestros sólidos y emprendimos un nuevo segmento, esta vez dedicados a las primeras aventuras del joven misturero, al comienzo de sus días al interior de la Hermandad. Me contó anécdotas muy sentidas de esos primeros años, pero su mente estaba posada en la dedicación, en la oscura luz, en las finales penas, en el consuelo de la madre, las hermanas y el remolino de pensamientos latigantes que suele arremeter contra las sienes transparentes de los seres humanos.

Contrastar la rudeza de la acera diaria con la perfumada preocupación del Misturero es algo poco comprensible. No muchos lo entienden, como es obvio, ya que lejos de ser un puesto rotativo es permanente, intransferible, a no ser por causa de ausencia el día del recorrido. Yo me imagino que la autoconsagración antes de la salida del anda, al borde de las cuatro de la mañana, en plena Av. Tacna, debe ser sincera. Y es que, sinceramente, más allá de Obá Moró y esas historias de histeria, la piel se eriza sin remedio al ponerse de pie, solos, el hombre y la imagen, la mente y el Dios, el corazón y el perdón, las culpas y la vida, reto muy difícil y casi imposible para gente que, como yo, tiene demasiado que perder en un encuentro de esa naturaleza.

Avancen hermanos!

Señor, Diosito, te pido trabajo, Señor, concédeme el favor de conseguir la visa para irme esta vez por la legal, para sacar adelante a mis bebes, ellos no tienen la culpa de la mala suerte que me ha tocado en la vida..... Señor, por favor, que no vaya a estar embarazada, mañana me hago la prueba, pero por favor, Señor, hazme el milagro de que sea negativo, por favor, qué le voy a decir a mi papá, qué va a ser de mí, y el desgraciado de Jeremy que no quiere saber nada, si salgo embarazada mi papá me mata, ni siquiera hemos llegado a diciembre, ya me falta poquito para terminar quinto y me largo de mi jato.... Señor de los Milagros, por favor, que este año pueda salir lo de la casita propia, para que la Gladis no se siga matando en el trabajo para pagar el alquiler, mejor se va pagando una casa propia, de techopropio nomás, por favor, Señor.....



Este año, el viejo Morro no ha aparecido por la procesión, le era demasiado pesado moverse. Más allá de sentirlo la familia y amistades más cercanas, en su condición de icono de la Hermandad, y en especial de la XIII Cuadrilla, es echado de menos por casi todos los hermanos. Este año, el Misturero Iván estará solo, sin la presencia de su padre, cerca, y eso es algo que no solo lo impregna de sentimientos encontrados sino que lo llena de fervor. Deben ser momentos muy fuertes, cargados, extremos del alma que se anudan para darse fuerza, pero trayendo los sentimientos hechos jirones, oliendo a pena, cántico de dolor.

La mesa casi limpia, el mozo con la cuenta, cuando suena el celular. La noticia era implacable, la voz trémula, la despedida del Jefe, un adiós sin mucho de sorpresa, ya había el viejo preparado su camino, se había esforzado en llamar a las parcas en todas las formas posibles y lo había logrado, cansado ya de dejarse vivir, agotado en el intento por mantenerse de pie, como los viejos robles de suave follaje, confesando que la vida le era tan íntima, tan cómplice como era posible.

Cuando la última lágrima se abría paso por entre la comisura de los labios, Iván ya calmado recordó los días más recientes. Los días son como gaviotas, a veces hay quienes los espantan y se van tan rápido que ni se sienten, pero nos has dejado las marcas en la arena del tiempo. Los días, inagotables manantiales de aguas turbias, pequeños trozos de vidrio que esparcidos por el suelo van destrozando nuestros pasos, como si se tratara de un autocastigo, de un placer sórdido, un amor tenaz, una vista ciega de la vida, pequeñas dosis de tristeza. Los días que se iban, arrancándole a Iván su viejo tótem, su árbol de sombra, los sueños eternos, su más preciado tesoro, recuerdos de las últimas gaviotas que el viejo había espantado de la mágica playa, provisto de un paraguas demencial y de un sombrero de copa, abrigo negro, zapatos bicolores, calcetas de rombos, castigando las sombras de la mañana bajo un sol naranja. Las gaviotas negras de las últimas horas son las más difíciles de espantar, pero cuando el loco es viejo, sabio, firme, ellas ceden paso, se van, arañan la arena y dibujan su nombre, homenaje a la vida, saludo a la muerte.


Las imágenes se deslizaban por nuestras cabezas, disímiles, confusas, pero llenas de locuras, ideas expuestas, heridas abiertas. Pagamos la cuenta y dimos un breve paseo por Larco, sin rumbo conocido. Iván me terminó de contar todo sobre los últimos días de su viejo. Hacia la semana anterior, el Don perdió el apetito y se entregó al engreimiento. Solo quería estar cerca de su hijo, el único que tenía, su heredero valiente y astuto, Misturero silencioso. Unidos como estaban en las complicidades de la rutina familiar, guardianes de los secretos de una vida dedicada, la despedida fue larga, prolongada, menos dolorosa, en quedo. Y ambos lo sabían.

Provisto de una lámpara de mano, el viejo estaría arribando a las negras espesuras de extramuros, donde la muerte tiene su reinado. Pero él sabe que nadie puede detenerlo. Su hijo tiene fe en él, este viaje debe hacerlo en solitario, sereno, alumbrado de sencillez, con la astucia y ánimo de un Misturero sabio, con el ritmo de un bolero, con la cadencia de un danzón.

En la combi Celio canta Amor sin esperanza. Lima amanece tibia, como la gente que la puebla, gente que se busca, que no se haya, que se pierde en las callecitas viejas, sucias, dolidas, heridas del lado del alma, retratos inefables de la malditez perfecta de una ciudad fantasma, negra playa donde los hombres permanecen atrapados. La procesión se prepara para salir, previos arreglos y vendedores apostados, cordones blancos, turrones amarillos, escapularios, moradas vestiduras, negros corazones, así transcurren las horas. Iván, el Misturero, al frente de sus recuerdos, de pie para la jornada, saludo al maestro.



Cómo te extraño, viejo, es más fuerte que yo, no sé ni cómo sigo adelante, con este sabor amargo, con estas ganas de llorar que se ahoga entre la saliva y la desesperación. Me duele el cuerpo, parece que me hubieran agarrado a palos, ja!, como una resaca, te acuerdas cuando me maleaba y tú me sacabas el ancho por llegar tarde y borracho, era un chiquillo, pues. Ay, viejo, me haces falta, ya lo sabes. Pero debes estar tranquilo porque vino mucha gente, los que te conocían, la gente del barrio, de la Hermandad, todos. Todos han ayudado en las cosas que hacían falta. Cómo estarás, qué sentirás, ojalá lo supiera. En fin, le pedí al Señor que estuvieras bien, que pronto estés con él, que perdone todas tus faltas y ayude a mamá a salir adelante, y a todos nosotros. Yo trato de vivir. Te encargo este recorrido, que todo salga bien, viejo. Te lo dedico y al Señor, por supuesto. Te quiero, viejito.

Y como las gaviotas lejanas, el recuerdo se hacía firme, certero, con vocación viajera. El Don se había ido, haciéndole sombra a las aves de la orilla, espantando los días últimos, haciéndose camino hacia la vida final, hacia la luz naranja del sol del otro lado. Hay que despedirlo. Los sueños de colores existen para eso, para ayudar a lo seres queridos, a los amores prohibidos, a los amigos sinceros, los de la mano franca, a todos los que dieron algo en la vida, los que no se rindieron, los que amaron, los que sufrieron, los que murieron por causa de la vida, los que fueron humanos. Iván tiene ahora sueños de colores para su padre, lo ayuda cada noche a cruzar la playa, a espantar las gaviotas. Lo acompaña, camina a su lado, firme, como cuando de niño lo llevaba a él a la procesión, a verlo acomodar las flores en el anda del Señor, con la misma dedicación con la que el viejo le dio consejos, cuidó su sueño, veló sus demoras, alimentó sus días.


Cuando el Don dejó la playa, Iván estaba con él, de colores, feliz, muy feliz.

Lima, 24 de octubre de 2003

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